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Foto del escritorFreddy J. Sánchez-Leal

Carlos López. Capítulo 8: Una sopa de res para el alma.

Actualizado: 17 jun 2020

La terrible auditoría de Guerrero. La descarga de Esteves. Me quedé sin trabajo. Reencuentro con mi familia. La sanación de Papayoda. Un nuevo giro da mi vida.


Llegué a la oficina ese lunes en la mañana con una cara como de muerto. La gente me preguntaba «Carlópez, ¿qué te pasa?». Yo no quería hablar con nadie. Solo sentarme y hacer mi trabajo. De resto, solo quería estar ausente. Ya me había instalado en el escritorio y estaba preparando y organizando las planillas para las evaluaciones de esta semana, cuando me avisan de recepción que había llegado el Ing. Vicente Guerrero, de B&S, solicitando la persona a cargo del laboratorio, y como todavía Esteves no había llegado, entonces yo debía responder. Guerrero venía escoltado de dos ingenieros jóvenes de su empresa, todos con camisa blanca con el logo de B&S arriba de uno de los bolsillos, y con el casco de seguridad puesto. Guerrero prácticamente no me dejó terminar la frase de buenos días cuando me comunicó:

—«López, venimos a hacer una auditoría a Servicios Trujillo con respecto al contrato de servicios de ensayos de calidad que tenemos. ¿Quién es el encargado?».

—«Es el Ing. Esteves, el jefe de laboratorio. Pero no se encuentra en este momento, así que yo les puedo atender», le respondí con voz grave y mis ojos a media asta.

—«Pues vamos a comenzar ya», me dice Guerrero mientras se dirige al laboratorio.

—«No es por contrariarle, ingeniero, pero ¿está seguro de que puede venir Ud. aquí sin programación o cita?», le digo tratando de ganar tiempo.

—«El contrato dice que sí, López», me dice Guerrero sin inmutarse, como si ya esperara la pregunta. «Vamos a comenzar con procedimientos de laboratorio y registro», dice a sus ayudantes haciéndoles un ademán para que lo sigan.

Le pido a la recepcionista que por favor llame urgentemente a Esteves y le explique la situación. Que se presente de inmediato en la oficina.

Guerrero empieza por los ensayos de concreto. Se concentra en solicitarme certificados de calibración de los equipos relacionados, como balanzas y prensa universal. Quiere que le explique también el procedimiento de registro en la planilla, seguimiento de las normas, y validación por el jefe de laboratorio… Nos defendíamos como podíamos, pero ya nos estaban volviendo papilla. Guerrero no dejaba pasar ninguna inconformidad, ni las graves, ni las menos relevantes. Cuando llegó a la revisión de la batería de tamices, se fue directo a nuestro mal logrado tamiz Nº 200 y preguntó, sosteniendo el cedazo entre sus dedos como si fuera un pedazo de excremento: «¿Cómo es posible que hagan granulometrías con esto?».

Esteves llegó luego de una hora desde que lo llamamos. Su cara cuando vio el laboratorio «patas para arriba» era un poema a la sorpresa. Guerrero volteó a verlo para responder su «buenos días», y le dijo:

—«Buenas tardes, Esteves», aludiendo con sorna el notable retraso del jefe de laboratorio. «Acérquese. Les estamos auditando», le dijo haciendo un ademán para que se uniera a nosotros.

Guerrero le explicó con detalle lo que estaba ocurriendo. Inclusive le recordó que el contrato entre B&S y Servicios Trujillo estipulaba la realización de estas auditorías sorpresa. Ante una seña de Guerrero, uno de sus ayudantes le pasó las hojas con las inconformidades hasta ahora encontradas. Esteves no salía de su sorpresa y había quedado mudo. Pasados unos cinco largo minutos de revisar las hojas, Esteves reaccionó tratando de negar algunas de las inconformidades, pero Guerrero aplastó cada intento como una gran aplanadora lo haría con una lata de refresco. Ahora Esteves se sumó y corría de un lado a otro como nosotros buscando documentos y respuestas a la inquisición de Guerrero y su grupo.

Guerrero se fijaba en todo. Con los densímetros nucleares se enfocó de forma apasionada. Dejando aparte el tema de la calibración que faltaba en uno de los equipos. Nos hizo ver que no los estábamos almacenando de forma apropiada. Que no teníamos una bodega o depósito con protecciones de concreto y láminas especiales para resguardarlos, así como la demarcación de zonas de seguridad, para evitar la cercanía de vehículos, e identificación de equipos radiactivos. Luego nos pidió la calibración del densímetro con respecto a la referencia del ensayo de cono y arena para varios materiales de suelo con los que estuviéramos trabajando o de bancos próximos a la obra. Nada de eso teníamos y yo ni imaginaba que eso se necesitaba. Esteves se defendió:

—«Es una exageración pedirnos eso, Guerrero. Ya con la calibración anual del aparato basta. Eso dice el manual del fabricante», dijo muy propio. Pero Guerrero como un zorro viejo le respondió:

—«¿En serio? A ver. Páseme el manual para constatarlo».

Ya esa película la había visto yo inclusive con más espectadores. Guerrero tomó el manual como si se lo conociera de memoria. Fue a la sección de calibración del aparato y le demostró a Esteves que esa calibración que pedía era necesaria porque muchos materiales de suelo tenían contenidos importantes de mica y de óxidos de hierro que causaban desviaciones tanto en el canal de densidad (isótopo de Cesio 137), como en el canal de humedad (isótopo de Americio 241: Berilio). Realmente yo estaba sorprendido como Guerrero tenía tanta memoria para saberse esos nombres y especificaciones al detalle. Para remate, tomó una hoja de papel para explicarle a Esteves cuál era el procedimiento estadístico para demostrar si era significativa una desviación o no, y establecer cuál era su magnitud. Si estabas sin argumentos válidos, Guerrero te volvía polvo, pero también era un maestro; su esencia era educar y no perdía una oportunidad para hacerlo.

De los densímetros nucleares nos pasamos a la prensa de concreto. A Guerrero lo que le faltaba era rasgarse las vestiduras para demostrar su enojo por la falta de actualización de la calibración de la prensa universal. Luego la tomó con las chapas de neopreno que utilizamos para sustituir la capeada con mortero de azufre, porque a quien le toca preparar ese mortero nunca tiene novia; es un olor insoportable que se contagia y persiste por semanas.

—«La ASTM C1231 establece muy claramente que las chapas deben durar un máximo de 300 usos antes de ser sustituidas por unas nuevas. ¡¿Dónde está la hoja de conteo de estas, por ejemplo, que a simple vista aprecio que deben tener ya más tres mil usos?!», preguntó Guerrero en un tono de reclamo que ya rayaba en vergüenza.

No hubo respuesta de parte nuestra. Por lo menos yo no sabía de eso. Las cambiábamos cuando no daban más. Guerrero nos refiere que hasta hay un procedimiento estadístico en la norma para demostrar que los resultados realizados con las chapas son iguales a los que se obtendrían con el capeo de mortero de azufre, y que tenemos que realizarlo también y demostrárselo.

Se dieron las 3 de la tarde y Guerrero y sus ayudantes dieron por concluida la auditoría. Estábamos exhaustos. No tanto físicamente, sino mentalmente. Yo ya no daba para más. Todavía Esteves tuvo que pasar por el dolor de revisar todas las hojas de inconformidades y firmar y sellar cada una como aceptación. Guerrero se despidió dejándole esta perla lapidaria:

—«Esteves, en todos mis años de experiencia, no había encontrado yo un laboratorio tan deficiente como el suyo. No entiendo cómo lograron conseguir este contrato».

Apenas salió Guerrero y sus ayudantes por la puerta, Esteves me llamó a su oficina.

—«Cierra la puerta, López», me dijo una vez que había pasado.

Tal como lo esperaba, Esteves me echó toda la culpa de lo que había pasado. Según él, yo había filtrado a Guerrero toda la situación del laboratorio para propiciar esta auditoría y hacerlo ver mal a él. También según su hipótesis, yo quería quedarme con su puesto en la compañía y había planeado todo este número.

—«¡Pero te jodiste, carajito, te jodiste!», me gritaba. «El que se va de esta mierda eres tú. Estas bota'o. ¡Fuera, no te queremos ver más aquí! Y ni se te ocurra pedir una carta de recomendación porque me voy a asegurar de que por estos lugares no trabajes más. Vamos a ver quién es el más vivo, si tú o yo».

—«¡A mí me respeta, Esteves!», le dije yo también subiendo la voz y sacando una valentía para enfrentarlo que yo mismo no me conocía. «Entienda que es Ud. el responsable de estas fallas. Muchas de estas cosas que nos objetaron yo se las participé en mi informe…».

—«¡Informe un coño, carajito! ¡Responsable un carajo, ingenierito! Te me vas ya al carajo». Así me dijo a todo gañote, con una furia como de poseído, mientras llamaba a Recursos Humanos para pedir mi despido, imagino que por negligencia.

Salí de la oficina. Todo mundo estaba afuera con cara de alarma por todos esos gritos e insultos. La rabia hervía en mi estómago como aceite, y empezaba a subir por todo mi esófago hasta llegar a la nariz y a los ojos. Sentí que la tráquea se me cerraba. Sentí como toda la sangre del cuerpo se me iba para la cara y se me ponía caliente. No tenía muchas cosas en la oficina. Agarré mis cuatro cosas del escritorio que compartía con otros laboratoristas y me fui. Alguien intentó detenerme, pero no hice caso, me fui caminando por la solitaria calle que da a la oficina de Servicios Trujillo, bajo un sol paraguanero que todavía quemaba. Caminé y caminé y me senté debajo de un gran cují peinado para atrás por el duro viento de esta tierra desértica. Ya no aguantaba más. Empecé a llorar como un niño, pero no podía parar de llorar. Lloraba por mi orgullo herido, lloraba por tanta injusticia, por los malos tratos, lloraba por mi futuro incierto, lloraba porque Lorena me había sacado de su casa sin ninguna explicación, porque no respondía a ninguno de mis mensajes, lloraba porque no podría recurrir a ella en esta hora tan difícil, lloraba porque me sentía muy solo e incomprendido… Allí estuve hasta que el sol empezó a meterse. Luego me paré otra vez a caminar. Paré un taxi que pasaba por una avenida y fui a mi tráiler a preparar mi maleta para regresarme a casa de mi abuela en La Vela de Coro, un pintoresco puerto falconiano, ubicado a una hora de camino en carro. A pesar de todo lo malo que viví, dormí muy tranquilo. Sentía que me había quitado un enorme peso de encima. No logré recordar ningún sueño. Al otro día me levanté temprano, desayuné una arepa con jamón y queso, y tomé un sorbo de jugo de naranja que todavía me quedaba en la nevera. Cuando estaba por salir para el terminal de pasajeros, llegó Juan, uno de los laboratoristas, a traerme la carta de renuncia y un cheque de liquidación que me había mandado. Lleno de rabia e impotencia, firmé una carta donde se me acusaba de negligente, pero yo no quería más peleas. No quería ver a esta gente nunca más en mi vida. Estaba dispuesto a comenzar de cero y olvidarme de todo esto. Tomé mi cheque, entregué las llaves y me fui.

Por el camino, mientras el autobús avanzaba, recordaba a Lorena, a la desalinizadora, a los terraplenes, a Guerrero. No podía olvidarlos. Pronto pasamos por la zona del istmo de Paraguaná. Siempre me sorprende pasar por una carretera que tiene agua de ambos lados. El istmo es como un inútil intento de separar un océano, y su fragilidad hace que el paso sea muy emocionante. Esa emoción va acompañada del ruido de un viento intenso que logra mover el vehículo. Esas cosas me distrajeron de mis pensamientos. Ahora solo pensaba en llegar a la casa y encontrarme con mi abuela Fefa. Doña Josefa Blanco de López era mi abuela paterna. Una señora culta, elegante y educada para servir a su marido y a su casa. Ella se encargó de mí porque mis padres murieron en un accidente cuando yo estaba muy pequeño. Al morir mi abuelo, Don Rogelio López, que era un comerciante que trabajó toda su vida en las Antillas holandesas, la dejó relativamente bien arreglada, con dinero y algunas propiedades que ella logró poner en renta. El abuelo Rogelio logró burlar la predicción del papá de abuela Fefa que decía que él nunca sería nadie. Siempre vivió con resentimiento de que ese Rogelio le había robado a la niña de sus ojos, que la tenía destinada para mucho mejores pretendientes. Pero el amor ganó esa pelea. Abuela Fefa vivió siempre feliz al lado del hombre que amaba, y resultó ser una sabia administradora. Siempre vivimos modestamente, con lo justo.

No había llegado bien a la casa y ya por la calle me llegaba el olor a sopa de res cocinada con leña, una de mis comidas favoritas. Le avisé a abuela Fefa por teléfono la noche anterior que llegaría a visitarla y estaba seguro de que me iba a preparar alguno de mis platos más deseados. La casa de abuela Fefa es de esas casas viejas y de familia de alcurnia de La Vela. Tiene puertas de madera. Al entrar, un zaguán. En el centro hay un patio donde caen todas las aguas de lluvia y por donde entra el sol para iluminar toda la casa y la brisa para refrescarla. Alrededor del patio hay varias habitaciones, incluyendo el estudio y la biblioteca de mi abuelo Rogelio que siempre se conserva igualito como lo dejó al morir. En la parte de atrás de la casa está la cocina, amplia y bien equipada, y el comedor. A mí, sin embargo, me gusta comer en una mesa que está en un patio trasero de la casa, debajo de una gran mata de mango que con su sombra hace fresco el clima más caluroso que pueda haber.

Abuela Fefa me abraza, me besa y me da la bendición.

—«¡Mi muchachito sí está flaco! Venga para que coma. Margarita, mira quien llegó. Ya sírvele su buen plato de sopa».

Margarita es la empleada de la casa de toda la vida. También la abrazo y la beso con mucho cariño. Entre las dos me ponen al día con todas las cosas de La Vela y de nuestra familia. La sopa viene con todo, con ocumo, ñame, apio, un buen trozo de mazorca de maíz amarillo pollito, y de remate la mejor presa de carne, el hueso del lagarto, que tiene un hueco en el medio y el que dejo para comérmelo al final con el frenesí con la que se la comería un pordiosero.

—«¡Cómase la arepa pelada, mi niño, que esa masa la mandó a buscar su abuela Fefa al propio Coro, así como ese tolete de queso de cabra. Ese aguacate grandote y cremoso lo trajeron ayer de Yaracal, y el suero de leche lo preparamos con una tapara de aquí de la casa», me comenta Margarita con su acento coriano raja'o.

Para pasar el tarugo me dan mi guarapo de papelón con limón con bastante hielo y servido en un frasco de mayonesa, tal como a mí me gusta. Esta comida no solo me llegó al estómago, sino que me alimentó el alma, mi espíritu que había quedado muy golpeado con los recientes acontecimientos. Para la sobremesa, Margarita me trae un pocillo de café de olla que nosotros llamamos «guayoyo», porque es suave y poco concentrado (aguado). A este que me dieron lo endulzaron con papelón.

Abuela Fefa estaba encantada de recibirme, eso se le notaba en su cara. Pero luego cambió su cara y me dijo:

—«Siento, Carlos Antonio, que no estás bien. Algo malo te hicieron. Sé también que no me vas a decir nada y que ya te quieres ir a ver al viejo ese de la montaña».


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Abuela Fefa acertaba con su intuición de mujer—y más de abuela. Ella llamaba «viejo de la montaña» a Papayoda, un gran amigo que he tenido desde que estoy pequeño. Él, con sus consejos, ha podido llenar un poco esa falta de figura paterna que he tenido por las particulares circunstancias de mi vida. Papayoda vive en una pequeña finca en Guaybacoa, una fresca montaña a unos 10 kilómetros de La Vela. Y, sí, aprovechando que abuela Fefa hacía su siesta, tomé mi vieja bicicleta y me fui rodando a visitar a Papayoda, tal como ella misma lo había predicho. La subida es dura por la empinada y extensa pendiente. Como tenía tanto tiempo sin subir, la montaña me cobra la falta de atención. Paso «El Chorro», un sector donde cae un chorro de agua de un manantial y que está cubierto por árboles, con la lengua casi de corbata y jadeando. Luego paso «El Paramito» y empiezo a bajar hasta llegar a la entrada de la finca de Papayoda. Él me recibe desde la puerta de su casa gritando mi nombre, agitando los brazos, y con una gran sonrisa. Papayoda es un hombre alto, originalmente blanco pero con la piel muy tostada por el sol, con una poblada barba blanca, y con una sonrisa con todos sus dientes que dice ha cuidado toda su vida bebiendo leche de cabra. Papayoda debe tener entre 70 y 80 años, pero su cuerpo parece de 50 porque es vegetariano. En su finca siembra y cosecha prácticamente todo lo que come. Tiene vacas y cabras de las que les saca solo la leche para comer, así como unas gallinas de las que se alimenta de sus huevos. Él es una especie de sanador. Si alguien por toda esta montaña se siente enfermo, se lo traen a Papayoda quien tiene un método de sanación bastante particular. Primero conversa con la persona para conocer su situación. Papayoda dice que la enfermedad que se manifiesta en el cuerpo antes ha entrado en la mente. Así que primero se ocupa de conocer el problema en la mente y sanarlo allí, porque luego de resuelto esto, la sanación del cuerpo viene prácticamente sola. Su método es tan efectivo que cuentan que ha sanado hasta casos de cáncer que los médicos en Coro daban por desahuciados.

Papayoda me recibe con abrazos. Me da de beber una especie de té frío que prepara con vainas y hojas de cují y endulza con papelón. “Esto te va a limpiar el colon que lo tienes muy sucio”, me dice mientras mira dentro de mis ojos y agarra mi mano derecha y presiona con su pulgar entre mi pulgar y el dedo índice. Ante esto, en un momento me retuerzo del dolor. «Está muy sucio el colon, Carlos Antonio. Deja de comer en la calle». Luego de allí me lleva a una mata de mamón grande que tiene en una loma. Allí, mientras degusta la carne de unos jugosos mamones, me pide que abrace con fuerza el árbol y le pida sabiduría. «Pega todo tu cuerpo, vamos, no seas flojo». Papayoda dice que tengo que liberarme cada cierto tiempo de todos mis tecnicismos. Que yo me he inclinado más por la ciencia y las tecnologías, pero que he olvidado la parte espiritual de mi ser. «Me has dejado las meditaciones diarias y las lecturas que te he recomendado», me reclamó. «Carlos Antonio, vinimos aquí a ser felices y a hacer felices a los demás, no a ganar dinero, colgar diplomas y atesorar cosas. ¿Cuándo lo vas a terminar de entender?».

Aprovecho el tiempo que me dedica, porque afuera de su casa hay gente que viene desde lejos a verse con él para conseguir la sanación que muchas veces les es esquiva en los hospitales y clínicas. Le cuento todo lo que me pasó y le pido su consejo. Me dice: «Carlos Antonio, sigue tu corazón. Él te va a decir todo lo que debes hacer. No pierdas la conexión con tu ser interno. Allí están todas las direcciones que necesitas. Recuerda que en las personas que te hicieron daño también estás tú, así que necesitas perdonar y olvidar pronto para poder seguir. Eso que deseas con intensidad y con convencimiento, pronto vendrá a ti. Solo tienes que creerlo. No necesitas a nadie para sanar, solo deja todo esto atrás. Descárgate de esto y buenas cosas vendrán».

Así venía recordando cada una de sus palabras mientras bajaba de Guaybacoa en dirección a La Vela, y reflexionando sobre su significado y cómo las podía aplicar en mi vida. Con cada pedalada me sentía más fuerte, más sano por dentro, y espiritualmente rejuvenecido. Del olor a montaña de Guaybacoa, sentía otra vez el olor a mar de la bahía de La Vela. Esta es la magia de este lugar tan hermoso. Estos son los contrastes que hacen que los valoremos más. Solo hay que tener esta sensibilidad. Estar atentos.

Esa noche dormí con una sonrisa. Dormí en mi hamaca que me colgaron debajo de la mata de mango, y con la protección de mi abuela Fefa. Ya me sentía preparado para seguir afrontando la vida. Lo que no estaba seguro es a dónde tenía que ir para seguir, o qué es lo que tenía que hacer para seguir. Las respuestas llegarían más rápido de lo que habría imaginado.

Al otro día me levanté con el canto de los gallos y de un montón de pájaros que hacen vida en la mata de mango. El olor del café mañanero de Margarita me despertó el hambre. Mientras me sentaba en la mesa para esperar mis huevos criollos de desayuno, encendí mi celular que lo tenía apagado desde que salí de Paraguaná. Leo un mensaje de la Sra. Adams diciendo que me comunique urgente con ella. Cuando por fin lo hago me dice: «Carlos, mi niño, el jefe se enteró de todo lo que te hicieron en Servicios Trujillo y te quiere lo más pronto en su oficina».


Autor: Freddy J. Sánchez-Leal, sanchez-leal@geotechtips.com

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